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Una historia gauchesca del 9 de Julio de 1816
¡Ah, paisanos! Siéntense al fogón que les voy a contar una historia que vale más que un rebenque de plata. Es del mismísimo día que los criollos dijeron «¡Basta!» a los godos y se mandaron la parte con la Independencia. Pero no les voy a hablar de los doctores en sus sillones de terciopelo, no señor. Les voy a contar cómo la vivió el pueblo, cómo la sintió en las venas un gaucho de ley llamado Secundino Ramírez, que andaba por Tucumán esos días de gloria.
El 8 de Julio – Cuando el aire olía a libertad
Era el 8 de julio de 1816, y en San Miguel de Tucumán se respiraba algo distinto. No era solo el aire fresco de la montaña o el aroma de los naranjos en flor. Era algo más, algo que hacía que los caballos relincharan inquietos y que las mujeres cantaran con más ganas mientras molían el maíz.
Secundino Ramírez, gaucho de a caballo y de a pie cuando hacía falta, había llegado a la ciudad con un arreo de mulas desde Santiago del Estero. Venía de pasar por Salta, donde había visto a los gauchos de Güemes preparándose para otra de sus corridas contra los realistas. «La guerra gaucha no para ni para la independencia», le había dicho un oficial salteño. Pero apenas dejó la tropilla en los corrales de Tucumán, se dio cuenta de que algo grande estaba pasando. La gente andaba de aquí para allá con una sonrisa que le llegaba hasta las alpargatas, y en cada esquina se juntaban a murmurar como cuando viene tormenta.
«¿Qué onda, hermano?» le preguntó Secundino a un paisano que conocía de otros pagos. «¿Acaso se murió el virrey?»
«¡Mejor que eso, don Secundino!» le contestó el hombre, acomodándose el chiripá. «Parece que mañana los doctores van a declarar que somos libres, libres como los teros en La Pampa.»
Secundino se rascó la cabeza por debajo del sombrero. Libre… esa palabra le sonaba linda, como el canto de la calandria al amanecer. Pero también le daba un cosquilleo en el estómago, como cuando uno se para en el borde de un precipicio.
La Noche del 8 – Guitarras y esperanzas
Cuando cayó la noche, toda la ciudad era un hormiguero. En la casa de Francisca Bazán de Laguna, donde se alojaban algunos de los congresales, las luces siguieron prendidas hasta muy tarde. Pero no eran los únicos desvelados. En cada rancho, en cada pulpería, en cada fogón, la gente hablaba de lo mismo.
Secundino se había arrimado a una peña criolla que se armó en el patio de la pulpería de don Anacleto. Ahí estaba lo mejor de cada casa: gauchos, artesanos, comerciantes, algunos soldados que habían venido del frente norte donde Güemes peleaba su guerra gaucha, y hasta algunas señoras principales que se habían escapado de sus casas para estar presentes en esa noche histórica.
«¡A ver, paisano!» le gritó alguien a Secundino. «¿Usted qué opina de esto de la independencia?»
Secundino se paró, se acomodó el facón en la cintura y dijo con esa sabiduría que solo tienen los que conocen la pampa:
«Miren, señores, yo no sé mucho de leyes ni de papeles. Pero sí sé que un potro no nace domado, y que la libertad es como el viento: no se puede agarrar con las manos, pero se siente en el alma. Y también sé que mientras nosotros estamos acá hablando, los paisanos de Güemes están peleando allá en Salta para que esa libertad sea posible.»
Un «¡Muy bien!» se escuchó desde todos los rincones, y alguien empezó a rasguear una guitarra. Pronto todos cantaban esa vidalita que decía:
«Ea, ea, ea, libertad querida, ea, ea, ea, llegó tu día, que mañana los doctores van a firmar nuestra vida.»
El Amanecer del 9 – Los pájaros también sabían
Secundino no durmió mucho esa noche. No porque estuviera preocupado, sino porque algo en el aire lo tenía despierto. Los grillos cantaban distinto, los perros ladraban con más ganas, y hasta los gallos parecían cantar una canción nueva.
Cuando despuntó el alba, ya estaba levantado, cebando mate y mirando hacia el cerro San Javier. El sol salía despacio, como si también quisiera ser testigo de lo que iba a pasar.
«Buenos días, don Sol,» murmuró Secundino, como era su costumbre. «Hoy va a ser un día especial, ¿no?»
Y como si el sol le hubiera contestado, una bandada de cóndores pasó volando hacia el norte, batiendo las alas con una fuerza que parecía decir: «¡Vamos, argentinos, que llegó la hora!»
La Mañana del 9 – El pueblo se prepara
Para media mañana, toda la ciudad era un hervidero. Las señoras habían sacado sus mejores vestidos, los hombres se habían puesto sus mejores chiripás, y hasta los chicos andaban más limpios que de costumbre.
Secundino se encontró con su compadre Froilán Quiroga, un gaucho santiagueño que también había venido con tropas.
«¿Viste, compadre?» le dijo Froilán. «Dicen que a las dos de la tarde van a firmar el papel de la independencia.»
«Y después, ¿qué pasa?» preguntó Secundino.
«Después, hermano, después vamos a ser dueños de nuestro destino. Ya no vamos a tener que agachar la cabeza ante ningún español. Pero mientras tanto, Güemes y sus gauchos siguen dándoles pelea en el norte. Sin ellos cuidando la frontera, estos doctores no podrían estar acá firmando papeles tranquilos.»
Los dos gauchos se quedaron callados un momento, pensando en lo que eso significaba. Después Secundino sonrió y dijo:
«Bueno, compadre, entonces vamos a estar ahí cuando griten ‘¡Viva la Patria!’ Porque si la patria va a nacer, nosotros tenemos que ser los padrinos.»
El Mediodía – La tensión crece
Al mediodía, el sol pegaba fuerte sobre las calles de tierra de Tucumán. Pero nadie se metía adentro. Todos querían estar cerca de la Casa Histórica, donde los diputados estaban reunidos desde temprano.
Secundino y Froilán se habían ubicado en una esquina desde donde podían ver la puerta principal. Cerca de ellos había un grupo de paisanos de todos los pagos: algunos de Córdoba, otros de Buenos Aires, varios de Salta, y hasta un par de orientales que habían cruzado el río para estar presentes.
«¡Che, gaucho!» le gritó un cordobés a Secundino. «¿Vos creés que de verdad van a animarse?»
«¡Claro que sí!» contestó Secundino con la seguridad de quien ha visto nacer potrillos. «Cuando algo tiene que pasar, pasa. Y esto tiene que pasar desde hace rato.»
En eso, salió un diputado a tomar aire. La gente lo rodeó preguntándole qué pasaba adentro.
«¡Paciencia, paisanos!» les dijo el hombre. «Estamos escribiendo la historia, y la historia no se apura.»
La Tarde del 9 – El momento llegó
Fueron las dos de la tarde las más largas de la historia argentina. El sol estaba en lo más alto, como si también quisiera ser testigo de lo que iba a pasar. La gente se amontonaba en la plaza, en las calles, en los balcones. Todos mirando hacia esa casita donde se estaba decidiendo el destino de la patria.
Secundino tenía el corazón que le latía como tambor de candombe. A su lado, Froilán se acomodaba el sombrero cada cinco minutos, que es lo que hace un gaucho cuando está nervioso.
De pronto, se abrió la puerta de la casa. Salió el secretario Medrano, con un papel en la mano y una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.
«¡Ciudadanos!» gritó con voz fuerte. «¡Los diputados del congreso han declarado solemnemente la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata!»
Un silencio profundo cayó sobre la multitud. Era como si todos estuvieran procesando lo que acababan de escuchar. Después, como si hubiera estallado un volcán, todos gritaron al mismo tiempo:
«¡VIVA LA PATRIA! ¡VIVA LA INDEPENDENCIA! ¡VIVA LA LIBERTAD!»
El Grito Sagrado – La emoción del pueblo
Secundino sintió que algo se le rompía adentro del pecho, pero no de tristeza, sino de alegría. Era como si un nudo que había tenido toda la vida se le desatara de golpe. Froilán lloraba sin disimulo, y no era el único. Gauchos curtidos en mil batallas, señoras principales, artesanos, comerciantes, todos lloraban de emoción.
«¡Somos libres, compadre!» le gritó Froilán a Secundino por encima del griterío. «¡Somos libres!»
«¡Sí, hermano!» le contestó Secundino, abrazándolo con fuerza. «¡Y ahora tenemos que ser dignos de esta libertad!»
El pueblo empezó a cantar, a bailar, a abrazarse. Alguien sacó una guitarra y empezó a tocar una zamba. Otros gritaban vivas a la patria. Los chicos corrían de aquí para allá como si fuera día de fiesta.
Y en realidad, era día de fiesta. El día de fiesta más grande de la historia argentina.
La Noche del 9 – Celebración eterna
Esa noche, toda la ciudad de Tucumán se transformó en una gran peña. En cada esquina había música, en cada casa había brindis, en cada corazón había alegría.
Secundino y Froilán se encontraron en el mismo patio donde habían estado la noche anterior. Pero ahora todo era distinto. Ya no hablaban de esperanzas, sino de realidades. Ya no soñaban con la libertad, sino que la tenían en las manos.
«¿Sabés qué, compadre?» le dijo Secundino a Froilán mientras compartían un mate. «Yo creo que esta fecha se va a recordar para siempre.»
«¿Para siempre?» preguntó Froilán.
«Para siempre,» confirmó Secundino. «Porque hay días que marcan la historia, y este es uno de esos días. Nuestros hijos van a saber de este día, y los hijos de nuestros hijos también.»
En eso tenía razón el gaucho Secundino. Porque desde ese 9 de julio de 1816, cada argentino que nace lleva en la sangre el recuerdo de ese día, el día en que un puñado de valientes dijeron «¡Basta!» al poder extranjero y decidieron que era hora de ser dueños de su propio destino.
Epílogo – El legado del gaucho
Dicen que Secundino Ramírez volvió a sus pagos al día siguiente, pero que nunca se olvidó de ese 9 de julio. Que cada año, en esa fecha, se paraba frente a su rancho, miraba hacia el norte, y gritaba: «¡Viva la Patria!» con la misma emoción que había sentido ese día histórico.
Y aunque Secundino era un gaucho de ley, también era un hombre de pueblo. Sabía que la independencia no era solo un papel firmado por los doctores, sino un compromiso que tenía que cumplir cada día, con trabajo, con honestidad, con amor a la tierra que lo había visto nacer.
Porque la libertad, como le gustaba decir a Secundino, no es algo que se consigue una vez y ya está. Es algo que se conquista todos los días, con cada amanecer, con cada decisión, con cada gesto de dignidad.
Y así, paisanos, terminó ese día glorioso en el que Argentina dijo «¡Presente!» ante la historia. Un día en el que los gauchos, los artesanos, las señoras, los doctores y todo el pueblo argentino sintieron que el corazón les latía al ritmo de una sola palabra: ¡Libertad!
Porque ese 9 de julio de 1816, no solo nació una patria. Nació el sueño de ser libres, el orgullo de ser argentinos, y la certeza de que cuando un pueblo se decide a ser dueño de su destino, no hay fuerza en el mundo que lo pueda detener.
¡Viva la Patria, carajo! ¡Y que vivan los gauchos que supieron estar ese día donde tenían que estar!
Espero que disfruten de esta historia con mezcla de realidad y ficción.
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